Cuando termines la compra vas a ver la información de pago en relación a esta opción.
Mil veladores
2017. A las 11.30 a.m. del 7 de noviembre, justo después de hacer click, advertí el enchufe de dos
patitas redondas.
- ¿Pero entonces es nuevo o viejo? -me pregunté.
Tan nuevo y tan viejo como el vino que se guarda cuidadosamente en toneles de roble. Así era el
añejo velador musical “Mourito” que había comprado por internet, en uno de esos mercados libres,
virtuales, despersonalizados, que parecen hacerte la vida más fácil. Supe horas más tarde, por esas
causalidades de la vida, lo que guardaba esa casita de acrílico.
- Ojo con el enchufe -me advirtió el vendedor por whatsApp-. Si bien la luz funciona sin
problemas...es un velador antiguo. Fue fabricado en el 78 de verdad. Y no se le cambió nada.
Y acto seguido me reafirmó:
- En mi opinión, muy personal, eso es lo que tiene de lindo este velador...que se nota que es
construido a mano, con mucha calidad para su época.
Efectivamente su opinión era muy personal, como no podía ser de otro modo. Fui entendiendo por
qué.
- En la fábrica siempre trabajó familia, y los que no lo eran pronto pasaron a serlo, como mi padrino
Hugo – afirmó con absoluta seguridad-. Lamentablemente mi padrino falleció hace unos meses y
aún estamos doloridos por eso...
Ahora el vendedor ya no era sólo un vendedor de un mercado a distancia, con quien me vinculaba
un click. Estaba conversando con Cristian, con un rostro, con una familia y una historia que,
también, podía sintetizar la historia de generaciones de compatriotas.
Por el año 78 Oscar, su padre, se las ingeniaba para fabricar veladores con los retazos de acrílico
que le habían dado como parte de pago. La fábrica de Monte Castro era una fuente de ingresos para
la familia y algún que otro vecino, pero sobre todo era un espacio de trabajo compartido. Un tejido
de reciprocidad, de confianza y de producción. Metros cuadrados de proyectos de vida.
Iniciados los 80 la empresa familiar tuvo su época dorada. Pero la llegada de la convertibilidad y la
apertura de los mercados en los 90 significó su agonía y algo parecido a un final.
- Mi papá cerró la fábrica y la dejó intacta, por años, esperando...-
Cristian, como buen fotógrafo aficionado, conservaba imágenes de la fábrica y las compartió
generosamente conmigo. Sentí, mientras miraba las fotos, la espera de Oscar... Sentí realmente
cómo el tiempo había quedado suspendido. No sólo por el reloj que quedó clavado a las dos menos
diez, sino por los hornos, las enormes estanterías aún con paquetes de papel madera y los artículos
de limpieza que siguen teniendo tarea.
- Con mi hermano y mi hermana estamos intentando limpiar, sacar las cosas, ver qué hacer con las
máquinas y todo lo que quedó, desde el primer día -continúa Cristian, confirmando que el tiempo no
pasó, sino que sigue pasando infinitamente.
En una de las fotos, en medio de la memoria de la fábrica, con sus muebles, sus herramientas, sus
buenos y malos fantasmas, un triciclo en primer plano. Un triciclo en una fábrica. El triciclo de un
niño Moure, en la fábrica con la que crecieron, quizás esperando, quizás guardando, quizás
avisando que allí hay algo para mirar, cuidar y hacer andar.
A Cristian, como a mí, como a tantos otros, las fábricas cerradas nos duelen. Por diferentes razones
quizás. Pero una fábrica cerrada siempre es una fábrica cerrada, y los que ya no están allí siempre
duelen. Desde los '80 al 2000 los índices de desempleo subieron ininterrumpidamente desde el 5%
hasta superar el 15 %. Luego del 2001, la destrucción del empleo llegó al 20 %. En mayo de 2002 el
INDEC estimaba que las personas situadas por debajo de la línea de pobreza, ascendían a 53%
de la población urbana de Argentina. No se necesita abundar en análisis muy finos para
comprender lo que esos años significaron en la vida de l@s trabajador@s y sus familias. Por eso
los recuerdos, las palabras y las fotos de Cristian tienen la intensidad de lo íntimo y lo colectivo a la
vez.
Las personas con experiencias diferentes a veces se encuentran. Y quizás comparten algún relato
que ayuda a seguir tejiendo la historia colectiva. Nada más, ni nada menos. El encuentro puede
producirse en cualquier espacio, y en esta oportunidad aconteció en un lugar tan insospechado y
paradójico que se tiñe de literatura. Las compras por internet suelen ser el ejemplo de la
deshumanización más salvaje. Un click de un lado, una notificación del otro. Simple, fácil, rápido,
útil. Sin historias en el medio, sin rostros, sin voces, sin afecto por esa mercancía intercambiada.
Esta vez no fue igual para mí, porque “el vendedor de veladores musicales” era Cristian, el hijo de
Oscar, el menor de los Moure, el niño para quien la fábrica de Santo Tomé y Cortina era parte de su
vida cotidiana. Porque escucho “Para Elisa” y me imagino trabajando a mamá Mary, a Daniela, a
Gustavo, a Hugo, a los vecinos, a algún niño o niña con triciclo entre las máquinas. Porque la
etiqueta donde dice “Mourito” me lleva directamente a esas biografías por cuyos trazos ando y
desando la historia de cuarenta años de Argentina.
Ni la fábrica ni Oscar pudieron recuperarse de la tragedia de los 90, ambos fueron muriendo, un
poco juntos y un poco a destiempo. Los Moure guardaron por años mil veladores. Veladores con
enchufes de patitas redondas, hechos de acrílico, armados artesanal y amorosamente con los retazos
de los 70... Veladores añejos, con sabor a sueño, como el vino en los toneles de roble.
A la familia Moure
y a Isa, que hoy guarda cerca de su cuna
la luz y la música de esta historia.